La decadencia de las bandas sonoras I
Pedro González Mira - 13 noviembre 2024
En algún momento del desarrollo de la cinematografía la música pasó de ser una necesidad expresiva a una forma de ilustrar las imágenes de un film. Seguramente sucedió al nacer el cine sonoro, pues antes parecía indispensable hacer uso de ella para enmarcar un discurso narrativo basado en el lenguaje de la palabra escrita sobre la pantalla.
El texto podía aparecer en pantalla a secas, sin más apoyo que el de la propia imagen, pero el medio multiplicaba con mucho sus posibilidades si al mismo tiempo se podía escuchar una música abstracta que sirviera para dar mayor apoyo a los contenidos del mensaje emitido por las propias imágenes. No hubo, o rara vez hubo, en las primeras películas, un discurso musical autóctono, pero la fuerza de los sonidos abstractos llegaron a adquirir en las producciones de mayor culto a futuro formidables capacidades para multiplicar la fuerza de las palabras sobreimpresionadas sobre las imágenes, antes de nacer el cine sonoro.
Todo esto constituyó la prehistoria de lo que hoy podríamos conocer como bandas sonoras de las películas. El poder escuchar a los actores al mismo tiempo que eran contemplados en pantalla supuso un cambio radical del medio y una soberbia celebración para la industria, pero no solo por su nueva y revolucionaria morfología, sino por el nuevo uso que habría de hacerse a partir de entonces de la música: esta pasaba a ser un medio dramático más del espectáculo cinematográfico, junto a la imagen y la palabra. En realidad se estaba produciendo un milagro parecido al acaecido en Italia a finales del Settecento cuando Claudio Monteverdi estrenó en el palacio mantuano de los Gonzaga su ópera Orfeo. O lo que es lo mismo, la primera ópera de la historia: palabra, sonido e imagen, todo de una tacada.
Sin embargo, las nuevas bandas musicales del nuevo cine no proliferaron de veras sino tras la diáspora de compositores de música clásica desde Europa hacia tierras americanas, como consecuencia del gran exilio producto por la persecución nazi durante la Segunda Guerra Mundial. La industria del cine norteamericano acogió y dio trabajo a una pléyade de enormes compositores que llegaban desde Alemania, Austria, Checoslovaquia y otros lugares, casi siempre maestros que crecieron alrededor de la República de Weimar, un lugar plagado de salas de conciertos y de ópera en el que durante una década se pudo escuchar la mejor música del mundo y en donde las artes plásticas proliferaron en medio del caos y la hiperinflación. Todo este inmenso y reconcentrado talento musical de alguna manera transformó el concepto cinematográfico, pues, bien apoyado por las grandes compañías, introdujo en el cine su bagaje operístico, transformando las películas en auténticos contenedores de gran música; las bandas sonoras de esa época marcan un antes y un después en la historia del cine.
La tradición reinante en los estilos de estos compositores era eminentemente clásica, partiendo de la gran orquesta sinfónica que se había desarrollado durante el siglo XIX en toda Centroeuropa. Pero constituyeron un especial caldo de cultivo para los maestros (muchos menos, creemos) que vinieron luego. Sin los Erich Korngold, Bernard Hermann, Max Steiner o Jerry Goldsmith no habrían sido posibles Nino Rota, John Barry, John Williams o Hans Zimmer, estos últimos grandes divos de hoy, que desde luego siguen constituyendo verdaderas cimas, pero que hace ya tiempo sufren una agresiva competencia por parte de creadores de bastante menos interés, debido a la proliferación de unas bandas sonoras que podríamos denominar “hijas de la informática”.
En el desarrollo de este fenómeno juegan un papel importante las series de televisión, para muchas de cuyas producciones se contratan a músicos de muy segunda clase que dan el pego, o que lo pretenden, usando pobres medios de composición, carentes de poso historiográfico, o incluso fonográfico. Son compositores que se sitúan de espaldas a las formas clásicas, incluso a las formas provenientes de las vanguardias de posguerra, zambulléndose en sus ordenadores para idear musiquillas basadas en la inflación de percusiones electroacústicas diversas que carecen no solo de alma sino de capacidad para ilustrar. Lo primero es grave; lo segundo, trágico, porque compiten en pantalla con potentes imágenes, cuando no con guiones fundamentados.
Un ejemplo palmario de este modo de operar, un poco a granel, son las modernas series de la BBC británica, por otro lado productos de buena calidad para la industria del entretenimiento, pero adobadas por unos cuantos y repetitivos golpes de efectos sonoros que no van a ningún lado. En mi opinión, constituyen hoy la verdadera decadencia de la música para cine.
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